Detrás del Santuario de Schoenstatt, el río como nunca antes lo viste
Hay un punto de las Ciudades para Vivir que tiene una vista única: detrás del santuario de Schoenstatt en Ciudad Celeste. Desde él se puede ver el Cerro Santa Ana y el Malecón de Guayaquil, el río en profundidad y no como la mayoría estamos acostumbrados a verlo, con una orilla a pocos metros, como […]
Hay un punto de las Ciudades para Vivir que tiene una vista única: detrás del santuario de Schoenstatt en Ciudad Celeste. Desde él se puede ver el Cerro Santa Ana y el Malecón de Guayaquil, el río en profundidad y no como la mayoría estamos acostumbrados a verlo, con una orilla a pocos metros, como se ve desde Durán, o desde la isla Santay. El Santuario está construido en el último quiebre del río Babahoyo, que recorre aproximadamente cuarenta kilómetros antes de unirse con el Daule para formar el río Guayas. Desde este recodo pacífico es posible mirar la profundidad e inmensidad de lo que parece una larguísima avenida de aguas tranquilas.
Es uno de los mejores espacios que hay en las Ciudades para Vivir. Patricia Albán, gerente de ventas del proyecto urbanístico, lo ratifica. “Cuando la promotora de Ciudad Celeste decidió donar el lugar, eligió el más hermoso”. Mirar el río desde este espacio abona a la sensación de serenidad que el ambiente de todo el Santuario. Está poblado de árboles y áreas abiertas, donde predomina por las tardes la brisa que llega desde el Babahoyo y el silencio propio de los lugares de oración. En medio de esta especie de jardín espontáneo, está la pequeña capilla schoenstattiana —entran en ella treinta personas—, con su inconfundible techo de tejas que cae en una ve invertida, su puerta de arco y su campanario solitario, pintada toda de blanco. Es un diseño arquitectónico que revela la procedencia de su fundador, el sacerdote alemán José Kentenich. La pequeña casa de oración parece una construcción del campo alemán perdida en medio del trópico ecuatorial.
La paz interior que los visitantes del Santuario sienten tiene profundos motivos espirituales, pero también una explicación científica. Desde hace siglos, la cercanía al mar o a los ríos ha inspirado en los seres humanos un sentimiento de calma. Los doctores de la época victoriana, en Inglaterra, solían recetar aire de mar para curar angustias y dolores corporales. En años recientes, científicos han encontrado evidencia de los beneficios de ver y estar cerca de cuerpos de agua a través de diferentes estudios, en algo que se conoce como espacios azules, en directa relación a los espacios verdes terrestres y sus muy bien documentados efectos sobre la salud y la vida en sociedad (algo de lo que también hemos hablado aquí, en la Colmena).
El biólogo Michael Depledge y el psicólogo ambiental Mat White, replicaron uno de los primeros análisis que se hicieron sobre el efecto de plantas y árboles sobre los seres humanos pero, en lugar de hablar de lo verde, pusieron al agua como centro de su experimentación, como reporta el diario inglés The guardian. “Desde pocitos hasta líneas costeras, con un incremento de las imágenes de agua, encontramos que la gente siente una fuerte preferencia por más y más agua en las imágenes”. Lo repitieron en ambientes urbanos: fuentes en parques, canales que corren a través de las ciudad, y —una vez más— los resultados mostraban una alta preferencia a espacios con más agua. Ciertos estudios demuestran, además, que vivir cerca de cuerpos de agua tiene una influencia directa en la salud. Los investigadores aún no saben por qué. Depledge dice que hay una serie de posibles respuestas, pero la que tal vez la más fascinante es aquella teoría que dice que el primer gran salto evolutivo de nuestro cerebro fue cuando llegamos a las costas y pudimos comer mariscos, ricos en ácidos grasos Omega 3, lo que nos volvió más inteligentes. Aunque sus explicaciones no sean concluyentes, está claro que la contemplar grandes cuerpos de agua nos pone en un estado meditativo que es saludable. Al pie del Santuario de Schoenstatt, en Ciudad Celeste, el corredor fluvial profundo, que permite ver como si uno se parase en el centro de una larguísima avenida, ofrece un paisaje y una sensación que no se encuentran en ninguna otra parte de Guayaquil o Samborondón.
Al entrar a la capilla schoenstattiana en Ciudad Celeste todo ruido exterior se borra y se siente un silencio profundo. Los ojos de los creyentes vuelven enseguida sobre la imagen de la Máter —la Virgen María—, motivo de creación del movimiento (fundado en 1917) y con quien sus seguidores de todo el planeta han sellado lo que llaman una alianza de amor. A Ecuador, llegó hace más de cincuenta años, donde hay tres santuarios: uno en Quito, uno en Guayaquil y el de Ciudad Celeste. Por la cantidad de devotos que acuden al Santuario al pie del río Babahoyo (erigido hace seis años), generalmente se arma un templo en la entrada de la capilla para que todos puedan participar de la misa. A este recodo de las Ciudades para Vivir, acuden los fieles a vivir su fe con intensidad, en por un espacio verde y azul que, dice la ciencia, es idóneo para la espiritualidad (y, de paso, es saludable).