Las noches estrelladas en las Ciudades para Vivir
Las urbanizaciones que están más lejos de las vías principales tienen una ubicación preferencial para la observación astronómica. Al pie del santuario de Schoenstatt, en Ciudad Celeste o en el Mirador de Ópalo en La Joya, es posible encontrar refugios de la oscuridad que necesitamos para ver al cielo.
Todas las noches hay un espectáculo sobre nuestras cabezas. El cielo nocturno se llena de estrellas que nos recuerdan que hay un universo, mucho más grande y antiguo de lo que podríamos imaginar. El astrofísico Neil deGrasse Tyson en la hermosa serie inventada por su colega y mentor Carl Sagan decía que, desde que los seres humanos existimos, hemos buscado respuestas en el cielo. Gracias a genios como Isaac Newton, Michal Faraday, William Herschell y Jan Ort, poco a poco hemos ido descubriendo que las distantes estrellas nos envían su luz desde tiempos inmemoriales. “El telescopio Hubble” —dice deGrasse Tyson— “ha logrado captar la luz de una galaxia de 13,5 mil millones de años de antigüedad, es la primera generación de estrellas”. Cuando empezaron a brillar, nuestro planeta no existía: tardaría más de siete mil millones de años en empezar a formarse. Los humanos apareceríamos milenios de milenios después. Sin embargo, todos estamos hechos de los elementos que esas estrellas diseminaron por el cosmos: hidrógeno, nitrógeno, carbono y un sin fin de elementos que forman todo lo que existe en la Tierra y el Universo: “Todos estamos hechos de polvo de estrellas” dijo alguna vez Carl Sagan. Estamos emparentados con las estrellas. Por eso buscamos en ellas respuestas a nuestras preguntas más esenciales: ¿cuál es nuestro propósito en esta vida?
Desde Guayaquil es casi imposible ver estrellas en una noche despejada. Por otro lado, en las Ciudades para Vivir, ubicadas en los cantones Daule y Samborondón, aún hay puntos alejados de la excesiva contaminación lumínica donde en una noche despejada se puede admirar la belleza del espacio sideral. Las urbanizaciones que están más lejos de las vías principales tienen una ubicación preferencial para la observación astronómica. Al pie del santuario de Schoenstatt, en Ciudad Celeste o en el Mirador de Ópalo en La Joya, es posible encontrar refugios de la oscuridad que necesitamos para ver al cielo. Tenemos la mala costumbre de asociar siempre a la oscuridad con lo malo, pero la verdad es que la oscuridad es necesaria: nuestro cuerpo la necesita para descansar, racionar el uso de luces artificiales cuida nuestra economía, no altera los ciclos de la naturaleza e, incluso, no existe ninguna evidencia que pruebe que existe un vínculo entre delito y oscuridad. Sí, la luz a veces no hace sentir seguros pero no hay prueba científica alguna que respalde esa sensación.
Las urbanizaciones que están más lejos de las vías principales tienen una ubicación preferencial para la observación astronómica.
En el Ecuador, la contaminación de luz podría convertirse en un problema cada vez mayor. Según un estudio de Light Pollution Map, nuestro país está en el puesto 57 de 218. Es decir, aún tenemos áreas desde donde observar las estrellas, pero si no las cuidamos, muy pronto podríamos estar llenos de luces que nos impidan descansar, ahorrar y disfrutar del silencio y la introspección de una noche estrellada. Por fortuna, como se ve en el mapa de Light Pollution de 2016, las Ciudades para Vivir tienen una incidencia muy baja de contaminación lumínica, e incluso hay espacios donde el cielo es ideal para observar las estrellas. Es como si hubiera un delicado balance entre la luz necesaria para que la vida en comunidad nocturna puede existir, pero también para aprovechar los momentos en que, telescopio en mano, podamos hacernos las mismas preguntas que se hicieron Galileo Galilei, Johanes Keppler, y tantos otros científicos que han ido encontrando en las estrellas muchas de las explicaciones para la vida en nuestro planeta.
Cuando uno encuentro un lugar tranquilo donde buscar a las estrellas, se reencuentra con la curiosidad que llevó a nuestros antepasados a mirar al cielo. Muchas de las estrellas que vemos hoy son las mismas que ellos observaron durante miles de años mientras se maravillaban con la grandeza del universo. Jorge Drexler le cantó a nuestro lugar en el espacio: “Una estrellita de nada en la periferia, de una galaxia menor. Una, entre tantos millones y un grano de polvo girando a su alrededor. No dejaremos huella, sólo polvo de estrellas.”
Quienes miran al cielo, sienten una conexión con todo lo que ven, es una experiencia indescriptible. Como Ernesto Cardenal, el sacerdote y escritor nicaragüense que dijo en su canto cósmico Seres esencialmente cósmicos, no podemos excluir la Tierra de la eternidad. Nuestros antepasados miraban las estrellas y sentían esa conexión con el cosmos, por eso le atribuían un carácter divino. Muchas de las construcciones de las civilizaciones antiguas estaban alineadas astronómicamente: la pirámide de Giza, alineada según los puntos cardinales o el palacio maya de Uxmal, alineado con Venus son grandes ejemplos de esto. Los nativos americanos observaron los ciclos lunares durante 18 años, comprendían los meses siderales y los meses sinódicos (mes sideral son los 27,32 días que la Luna tarda en dar una vuelta alrededor de la Tierra y mes sinódico son los 29,53 que le toma regresar al punto de partida por la rotación de nuestro planeta). Los mayas fueron mucho más allá y calcularon con exactitud el movimiento de Venus alrededor del Sol.
El cielo nocturno está desapareciendo a causa de la iluminación nocturna y quienes viven en las grandes ciudades cada vez pueden ver menos estrellas. En 1994, un gran apagón en la ciudad de Los Ángeles dejó a la ciudad sumergida en la oscuridad. El 911 recibió varias llamadas de ciudadanos que reportaron unas extrañas nubes en el cielo. Los angelinos estaban viendo la Vía Láctea por primera vez.
Nuestros antepasados miraban las estrellas y sentían esa conexión con el cosmos, por eso le atribuían un carácter divino.
Han pasado 22 años, pero esta historia es cada vez más recurrente. Según el periodista Joseph Stromberg las estrellas están desapareciendo delante de nuestros ojos: el exceso de luces de las ciudades está produciendo generaciones enteras de niños que no conocen lo que es un cielo estrellado. Mirar al cielo es una costumbre humana milenaria. El dibujo de la Luna más antiguo del que se tiene registro se hizo, hace cinco mil años, en Irlanda. “Cada vez que un ser humano ha alzado su cabeza, ha dicho o hecho cosas fascinantes” —dice Isabela Ponce en su ensayo La importancia de mirar al cielo— “Cuando el monje Giordano Bruno lo hizo, a fines del siglo catorce, tuvo una revelación: el Sol, dijo, era simplemente una estrella, entre millones, alrededor de la que giraban otros planetas como la Tierra, y que el Universo contenía un número infinito de mundos habitados”. Es difícil imaginar una reflexión semejante en nuestros días. Según Stromberg, la absurda cantidad de luz que irradiamos en nuestras noches, podría alterar desde patrones migratorios de aves y especies marinas hasta los ciclos de sueño de los seres humanos. Esto sucede en un mundo en el que, según Rebecca Boyle, autora del ensayo El fin de la noche, más del 60% del mundo (y el 99% de los Estados Unidos) vive bajo un cielo contaminado por luz. Por eso, encontrar recodos con poca contaminación lumínica, como los que hay en las Ciudades para Vivir es, en verdad, una motivo de alegría. Además de la dificultad causada por las luces, pocas personas se toman un tiempo para encontrarse con las estrellas, porque no comprenden lo importante que es hacerlo para el espíritu y el bienestar.
Levantemos los ojos al cielo para encontrarnos con algo más grande que nosotros. Dejemos que millones de estrellas nos permitan olvidar por un momento nuestros problemas y nos ayuden a pensar en los aspectos más trascendentales de la vida. Recuperemos la curiosidad por los fenómenos siderales, porque guardan en sí los secretos del tiempo y el espacio. Pero, sobre todo, no dejemos nunca de mirar las estrellas.