Planificación, medio ambiente y comunidad: la fórmula de las Ciudades para Vivir
Han pasado quince años desde que Ciudad Celeste rompió con el paradigma de la casa individualista y segregada. Apenas cuatro desde que se abrió la primera puerta de la primera casa de los primeros residente de Villa del Rey. Durante este tiempo, no solo que Ciudad Celeste, Villa Club, La Joya y Villa del Rey abrieron una posibilidad para que el amplio espectro de la clase media pueda acceder a —sí, una casa pero sobre todo— a una comunidad propia, sino que generaron empleo.
¿Qué pueden los urbanistas aprender de dos peces que nadan contracorriente?
Una ciudad es un animal gigante y complejo. Ubicuo y —por lo mismo— difícil de explicar: damos por sentado todo eso que nos atraviesa diaria y constantemente que, cuando queremos definirlo, no sabemos cómo. Es como un boutade. En su ensayo This is water el novelista norteamericano David Foster Wallace lo explicaba con esta suerte de fábula: Están dos peces jóvenes nadando en el mar cuando se encuentran a un pez más viejo que nada en dirección contraria. El viejo sonríe y dice “¿Qué tal chicos, cómo está el agua?”. Los jóvenes se miran, hasta que se preguntan “¿y qué demonios se supone que es el agua?” Es posible que en unos años los habitantes más jóvenes de Ciudad Celeste, Villa Club, La Joya y Villa del Rey se pregunten —mientras caminan por las calles de su ciudades para vivir— qué es eso. Según Daniel Orellana —PhD en Geoinformación por la Universidad de Wageningen, Holanda— en una ciudad deben confluir de cuatro dimensiones: cercanía, complejidad, cohesión social y valor ambiental.
Estar vivos es un cualidad humana: que las ciudades estén habitadas por personas activas, que circulen por los espacios públicos, comerciales y recreativos. A Ciudad Celeste, Villa Club, La Joya y Villa del Rey las atraviesa esta característica. La mayoría de sus “jefes de hogar” —mamá, papá— están entre los veintisiete y cuarenta y cinco años. Provienen de formaciones académicas distintas, perciben diferentes niveles de ingresos y han llegado a estas cuatro pequeñas —pero armónicas— ciudades para vivir por diferentes motivaciones pero, siempre, son familias de tres y cuatro integrantes. Sus hijos, por lo general, aún no van a la Universidad: oscilan entre las edades escolares y colegiales. Sin darse cuenta, crecen en un ambiente privilegiado, que no existe en otros sectores que conozcan: áreas comunales, caminos seguros, aire puro, comunidades vibrantes. Son los peces que empiezan a nadar río arriba, hacia el futuro.
Pedir complejidad es pedir ciudades menos complicadas. Se trata de tener una diversidad de usos y elementos —contrariando la planificación urbana tradicional que pretende distritalizar la ciudad— que enriquecen la experiencia de habitar esos espacios. El grupo de investigación Ciudades Sustentables de la Universidad de Cuenca —Llacta Lab— dice en su libro La Ciudad es esto que una ciudad compacta —en lugar de una ciudad dispersa— trae mayores beneficios. “La ciudad dispersa trae consigo numerosos impactos económicos, sociales y ambientales. Entre los económicos están los relacionados, por un lado, con la provisión de servicios básicos, infraestructura y equipamientos que demandan las zonas alejadas de los centros urbanos; y por otro, con los altos costos para el control de la contaminación atmosférica y la seguridad ante el tráfico ocasionado por el uso masivo del automóvil (Arbury, 2005)” —explican los cinco expertos que suscriben el libro— “Los sociales son los más difíciles de medir pero son evidentes: inequidad, riesgos en la salud ya que la ciudad dispersa desalienta la caminata y otras actividades físicas, pérdida de sentido de comunidad, segregación, polarización, reclusión residencial, pérdida de espacio público y desigualdad en el acceso a la movilidad, ya que se favorece principalmente al vehículo privado (Arbury, 2005; De Mattos, 2010; Muñiz, Calatayud & García, 2010)”. Esa complejidad dará el tercer elemento de un ciudad para vivir: cohesión social.
En Guayaquil llevamos una espina mental que no logramos arrancarnos: creemos que es mejor si solo estamos entre nuestros semejantes. Eso —desde el punto de vista humano y urbanístico— es un error. “Hay una segregación que la clase media imita de la clase alta, pero la integración de diferentes estratos bien planificados complementan las necesidades de las otras” —explica John Dunn— “Y se crea comunidad”. Que en las Ciudades para Vivir de Ciudad Celeste, Villa Club, La Joya y Villa del Rey converjan personas de diferentes estratos económicos, formaciones académicas y culturales es positivo para las comunidades. La arquitecta Ana María León decía en su ensayo ¿Guayaquil, menos cuidad?: “Ser ciudad implica una cierta densidad de población y una combinación de usos que maximiza el intercambio de bienes culturales y comerciales”. La homogeneidad en la composición de una ciudad genera temores sin fundamento.
La parábola de los polígonos es un juego que explica el modelo de segregación de barrios del Nobel de Economía Thomas Schelling, una demostración matemática de cómo la preferencia de que nuestros vecinos sean como nosotros puede fomentar graves divisiones sociales. En el gran polo de desarrollo que crece en las riberas de los ríos Daule y Babahoyo, esas grietas —maximizadas en los kilómetros iniciales de la vía a Samborondón— se acortan. En palabras de Ana María León “Ser ciudad implica espacios colectivos, es decir públicos y compartidos—aceras, parques, transporte— en los que nos reconocemos y comprendemos como diferentes pero unidos en una misma localidad.” Por eso, en Villa Club, Villa del Rey y la Joya, sus promotores implementaron servicios propios de transporte público, gratuito y seguro: es una forma de lograr que las comunidades resuelvan un problema (el acceso a la vía principal) y, al mismo tiempo interactúen, generen vínculos.
De la cuestión ambiental, ya hemos hablado. Pero podríamos decir mucho más. Para los expertos de Llacta Lab, cuando las ciudades no son compactas hay pérdida de suelo natural —causada por su uso excesivo en las periferias— “derivando en la disminución de biodiversidad, la distorsión del ciclo hídrico, la afectación a los valores paisajísticos y la contaminación del agua y del suelo (Ministerio del Medio Ambiente de España, 2007; Cervero, 1998)”. Todo lo contrario a lo que sucede en Ciudad Celeste, Villa Club, La Joya y Villa del Rey. Hay cuatro plantas de tratamiento de aguas servidas que sirven a estas comunidades. Son un desarrollo tecnológico de la compañía ecuatoriana Codemet: más baratas, efectivas y amigables con el medio ambiente: no utiliza químicos y por si diseño geométrico ahorra hasta un treinta por ciento de energía.
La biodiversidad por la que se preocupan los expertos renace en Ciudad Celeste, Villa Club, La Joya y Villa del Rey. Solo en Villa del Rey se han plantado —hasta septiembre de 2015, en espacios públicos y jardines privados— tres mil quinientos árboles. Las áreas verdes de estas Ciudades para Vivir nunca están a más de diez minutos de caminata. Que haya árboles y vegetación disminuye, de forma real, el impacto del calor: y cuando hace menos calor, se gasta menos electricidad. Es un ahorro con efectos sociales directos: según un estudio de la Universidad de Illinios Urbana-Champaign a más verde, menos violencia. Por supuesto, hay una consecuencia más grande y feliz: es una forma efectiva de cambiar el mundo, porque se combate el cambio climático.
Esa es la forma en que los académicos explican se generan ciudades para vivir. Pero hay una anécdota mucho más reveladora, de ese desarrollador inmobiliario que un día llevó a su hijo para que —parado en una loma— entendiera que la visión es algo que puede cultivarse mucho más allá del sentido física de la vista. Cuando un periodista le preguntó dónde vivía, él contestó, sin dudarlo: en la Alborada. El periodista, incrédulo, le replicó: Qué va a vivir usted en La Alborada, si es millonario. El constructor le contestó: Mire, yo llego a las ocho de la mañana a trabajar en La Alborada, almuerzo en La Alborada, juego tenis con mis amigos en La Alborada, y de noche voy al cine en La Alborada. A Los Ceibos solo voy a dormir, pero, como ve, mi vida está en La Alborada.
Está claro: el futuro es de las Ciudades Para Vivir porque generan prosperidad pública y privada, son compactas, diversas, solidarias con los demás y el medio ambiente.
Han pasado quince años desde que Ciudad Celeste rompió con el paradigma de la casa individualista y segregada. Apenas cuatro desde que se abrió la primera puerta de la primera casa de los primeros residente de Villa del Rey. Durante este tiempo, no solo que Ciudad Celeste, Villa Club, La Joya y Villa del Rey abrieron una posibilidad para que el amplio espectro de la clase media pueda acceder a —sí, una casa pero sobre todo— a una comunidad propia, sino que generaron empleo. Cerca de cuarenta mil familias se benefician por el impulso de la construcción que generan estos proyectos inmobiliarios. Son casi ochocientos puestos de trabajo directos y más de tres mil trescientos indirectos. Las cuatro empresas promotoras detrás de las Ciudades para Vivir son los primeros en el sector de la construcción en estar en el top 5 del Great Place to Work. Y, además, aportan más de seis millones de dólares en impuestos anuales. La gente que trabaja para ellas se siente a gusto, y tiene un alto sentido de pertenencia: de cada cien trabajadores, apenas uno cambia de trabajo. Es la misma filosofía empresarial que permea los proyectos en todas sus dimensiones: casa adentro y casa, pues, casa para la clase media.
El nacimiento de estas cuatro ciudades para vivir han movido el eje de la vía a Samborondón y la vía Daule La Aurora. Leyes de atracción: eso: la economía de los cantones continúa moviéndose, ramificándose, diversificando. Ciudad Celeste, Villa Club, La Joya y Villa del Rey ya han pasado una primera etapa de consolidación residencial. Están dando un salto impulsadas por tracción comercial: las piazzas que hay en ellas, la cercanía del megacentro comercial y de negocios El Dorado —donde está el cine IMAX más grande del Ecuador—, Plaza Lagos, Plaza Navona han llegado atraídos por este polo de desarrollo dinámico.
Es hora de mirar al futuro. Sobre todo, de volvernos a hacer esa misma pregunta ¿hasta dónde alcanzan a ver nuestros ojos? Los cantones de Samborondón y Daule deben ver a Ciudad Celeste, Villa Club, La Joya y Villa del Rey como aliados estratégicos en el crecimiento y prosperidad de sus otras zonas de influencia. Los planes deben trazarse a mediano y largo plazo, pensando en esos niños —en esos peces de la anécdota de David Foster Wallace— para los cuales la seguridad, la comodidad, el ambiente son naturales como el aire. Tal vez, después de la consolidación comercial que ya se empieza a ver en el sector, sus autoridades deban pensar en grande: planificar para apelar a otros sectores económicos que aún no están presentes y generar, de esa forma, más recursos para Daule y Samborondón. Tal vez en todo esto haya una ventaja competitiva para Daule: tiene todo por hacer, en un área de influencia grande, con comunidades de bajos recursos que bien podrían emplearse si nuevos actores económicos se asientan en el cantón. Será un movimiento una interacción social virtuosa, en la que se generará comunidad, se reducirá la pobreza y aumentarán los recursos públicos que se recauden por tributos que retornarán a los dauleños en obra pública. Es un panorama prometedor. Todo depende de hasta dónde alcance —ya no nuestros ojos sino— nuestra visión:
El futuro es de las Ciudades para Vivir.