El futuro de la humanidad crece en las Ciudades para Vivir
Las ciudades son el futuro del mundo. Hace once mil años nuestros antepasados —hasta entonces trashumantes, cazadores y recolectores— levantaron la primera villa. Fue un salto decisivo hacia la inteligencia más refinada que se conoce en este recodo del Universo llamado sistema solar: El homo sapiens inició su tránsito alhomo urbanus. No fue un camino […]
Las ciudades son el futuro del mundo. Hace once mil años nuestros antepasados —hasta entonces trashumantes, cazadores y recolectores— levantaron la primera villa. Fue un salto decisivo hacia la inteligencia más refinada que se conoce en este recodo del Universo llamado sistema solar: El homo sapiens inició su tránsito alhomo urbanus. No fue un camino expedito: le tomó otros seis milenios llenar centros urbanos de más de cien mil personas. Hoy, por primera vez en nuestra historia, más gente vive ahí que en el campo. De acuerdo a un informe del centro de estudios estadounidense Demographia, para 2050 serán dos tercios de la población mundial: casi seis mil millones de personas, cuatro veces la China actual. Las ciudades se han convertido en los seres vivientes más complejos que hay (y habrá): respiran, se mueven, comen, duermen, producen y se reproducen. Algunas — las favelas de Río de Janeiro, las villamiserias en las afueras de Buenos Aires, los slums de Bombay— han crecido a ser focos de pobreza extrema y contaminación. Otras —Londres, Singapur, Cuenca— por el contrario, son armónicas, sanas y felices. La diferencia de sus suertes no está marcada por el azar sino por la razonada confluencia de planificación y construcción responsable, y el encuentro organizado entre una comunidad de verdaderos vecinos —ciudadanos en toda la dimensión de la palabra— y una administración pública que incentiva el crecimiento económico. En el Ecuador, desde hace quince años Ciudad Celeste, Villa Club, La Joya y Villa del Rey crecen en ese circuito virtuoso. Se han convertido en el polo de desarrollo urbanístico más dinámico y armónico del Ecuador. Son ciudades para vivir.
Todo comenzó con la destrucción de un paradigma. A finales de los ochenta, los primeros cuatro kilómetros de la vía a Samborondón desplazaron al Centenario, Urdesa y Los Ceibos como residencia de las clases más acomodadas de Guayaquil. Es una migración que se conoce como relevo generacional: “Mientras los barrios de clase media y clase baja tienden siempre a convertirse en barrios tradicionales” —explica el urbanista John Dunn en un ensayo titulado Suburbia Extrema— “los barrios de las clases acomodadas son los más propensos al deterioro por este tipo relevos”. Durante varios años, esa lógica se mantuvo. Se construyeron más ciudadelas cerradas de grandes casas al pie de una sola gran avenida central —la vía Perimetral—, que la gente buscaba, principalmente, por seguridad.
Hasta que en 2002 Ciudad Celeste se lo pensó mejor: en lugar de vender terrenos de trescientos metros cuadrados mínimo, ofrecerían lotes de ciento ochenta. Al municipio de Samborondón le interesaba que esa zona de la vía —pasado el kilómetro nueve— se convirtiera en un nuevo eje urbano, así que la iniciativa de Ciudad Celeste era oportunísima. Se harían con materiales de primer nivel y los plazos ofrecidos a los clientes serían como juramentos que jamás se incumplirían.
La posibilidad de que la clase media accediera a la seguridad y comodidad de una urbanización cerrada se abría como nunca antes. Pero había una idea mucho más grande detrás: por primera vez se pensaba un proyecto urbanístico en la vía a Samborondón como un todo orgánico. Era desafiar la lógica de las urbanizaciones aisladas —sin vecindad, ni espacios comerciales, ni integraciones peatonales entre sí— para reemplazarlas con la propuesta de comunidad. El modelo de fabricar vivienda al granel fue sustituido por la vocación de generar comunidades integrales que —como las abejas de una colmena— aporten desde sus individualidades y diversidad para crear ciudades para vivir.
Dos años después, en Daule, nacería Villa Club. Sus compradores venían —vienen— de sectores de Guayaquil que fueron desarrollados por los promotores inmobiliarios de la Alborada. En 2004 lanzaron Villa Club para ampliar la oferta: más miembros de la clase media profesional tendrían a su alcance no solo viviendas seguras y de alta calidad, sino insertadas en comunidades ricas en diversidad y con gran potencial de crecimiento. En pocas palabras: una ciudad para vivir con el respaldo de un grupo promotor de reconocida trayectoria. Ángel Cedeño —gerente de ventas del proyecto urbanístico en el que hoy viven más de quince mil personas— lo explica “Son clientes que recuerdan que sus padres tuvieron una buena experiencia cuando compraron, acá, en la Alborada” —dice, sentado en su oficina del Albocentro— “Son cuarenta años de seriedad. Nosotros generamos confianza. Cumplimos”. Hoy en Villa Club viven más de cuatro mil familias —más del ochenta por ciento tienen 27 y 45 años: es un proyecto urbanístico joven.
Leyes de atracción: con esos dos núcleos residenciales, las distancias se acortaron. Pequeños —y no tan pequeños— negocios empezaron a abrirse en sus alrededores. “Todo desarrollo suburbano bien manejado puede convertirse en un nuevo centro de actividad económica”, explica John Dunn, máster en Community Planning por la Universidad de Auburn, Alabama. La expansión era urbana, pero también mental: en un principio, mucha gente tenía el reparo de que era lejos, pero pronto la pregunta mutó: ¿lejos de qué? Del ruido, la inseguridad, la falta de planificación.
De pronto, mucha gente de Guayaquil quería mudarse a la vía a Samborondón y a la vía Daule-La Aurora. En 2006 se fundó La Joya, donde hoy viven más de veintitrés mil personas, una población superior a la de Nobol. Cinco años después, nació el cuarto punto cardinal del gran polo de crecimiento del Ecuador: Villa del Rey. Ha sido el proyecto de más rápido crecimiento: en un poco más de cuatro años ha superado ya en número de habitantes a Ciudad Celeste. Dos trabajadores que ganen el salario básico pueden vivir en ella. Como en Ciudad Celeste, Villa Club y La Joya, cada una de sus urbanizaciones tiene espacios sociales para deporte y recreación, piscinas y salones de evento. Es en estos espacios donde sus vecinos construyen comunidad, mejoran su convivencia y se sienten —cada día— más dueños de sus espacios públicos. “Se trata de desarrollos que satisficieron un déficit habitacional que ni el sector público ni el privado habían podido atender” —dice Dunn— “Había que atender una clase media que estaba olvidada desde el último proyecto del Banco de la Vivienda, en 1986”. Treinta años después, Ciudad Celeste, Villa Club, La Joya y Villa del Rey se nutren de personas ávidas de comunidad y se transforman en dínamos sociales y económicos de los cantones a los que pertenecen, Daule y Samborondón. Son un entramado bien planificado de urbanizaciones, avenidas, colegios, iglesias, plazas comerciales, puentes y redondeles en los que se encuentran culturas, se intercambian habilidades, se cuida y se proyecta. Es una forma de decir: el futuro es de las ciudades.
Digamos con más precisión: el futuro es de las Ciudades Para Vivir.
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Construir una ciudad para vivir es edificar sobre una idea. Hace más de cuarenta años, un promotor inmobiliario babahoyense le dijo a su hijo que desarrollaría una ciudad dentro de la ciudad de Guayaquil. Se paró con él en un cerro y vio lo que sería La Alborada. Cuando el niño le preguntó hasta dónde llegaría su trabajo, el constructor le contestó: Hasta donde alcancen tus ojos.
Hay gente que donde ve un pedazo de tierra ve un negocio. Hay otra que ve el mismo suelo pero tiene una idea. La vida, después de todo, no es otra cosa que la suma de nuestras perspectivas frente a la realidad. Así nació La Alborada, el primer proyecto enfocado en una clase media creciente, que no se encontraba ya ni en el sur, ni en el centro de Guayaquil. “Generó un espacio que sigue siendo muy activo, y se dio considerando muchos otros elementos que otros proyectos precedentes no consideraron: espacios verdes más integrados a las viviendas, vínculos peatonales entre los espacios” —dice John Dunn. Era el nacimiento de un barrio que luego se convertiría en una ciudad con identidad propia. Desde entonces, la vocación por las soluciones urbanas integrales ha marcado a los promotores inmobiliarios que la desarrollaron. Trasladaron esa vocación a Ciudad Celeste, Villa Club, La Joya y Villa del Rey.
Quince años después de retomar esa filosofía en Samborondón y Daule, los números que su trabajo arroja son impresionantes. Han urbanizado casi mil quinientas hectáreas —más de la mitad del área total de la ciudad de Machala, la quinta más poblada del Ecuador. Las cuatro ciudades para vivir de la vía a Samborondón y la vía Daule-La Aurora suman más de sesenta y cinco mil habitantes que residen en dieciséis mil casas. Es una comunidad más grande que varios cantones de la provincia del Guayas —Balzar, Salitre, Playas. Sus promotores inmobiliarios cuidan y mantienen un vivero donde hay más de doce mil árboles —sesenta y cuatro veces más de lo que hay en el Parque Samanes. En Ciudad Celeste, Villa Club, La Joya y Villa del Rey se han sembrado más de treinta y un mil árboles, unas quince veces los que hay en el parque Bicentenario de Quito. En las reservas forestales que existen en La Joya y Villa del Rey cabría siete veces la ciudad deportiva Carlos Pérez Perasso. De cada diez áreas verdesconstruidas en Daule cinco son obra de Villa del Rey, La Joya y Villa Club. Sus residentes pagan, cada año, impuestos prediales por casi un millón y medio de dólares: es el cincuenta y cinco por ciento de lo que todo el Municipio de Daule recauda por ese tributo. Los tres proyectos urbanísticos que están en Daule generan novecientos mil dólares en pagos de trámites y tasas municipales anualmente. Ciudad Celeste, Villa Club, La Joya y Villa del Rey son motores económicos: con ellos prosperan —a la par, al mismo ritmo, simbióticamente— Daule y Samborondón. Según The Economist, hace tan poco como doscientos años solo el 3% del mundo vivía en una ciudad. Hoy —lo dijimos— más del cincuenta por ciento: el surgimiento de polos urbanos bien pensados, compactos y vivos tiene una influencia directa en la bonanza pública y privada de sus cantones. No hay otra manera de verlo.
Digamos con aún más precisión: el futuro es de las Ciudades Para Vivir porque generan prosperidad pública y privada.